Nuestro héroe, un septuagenario que desafía la gravedad y la lógica, nos revela (con la modestia que le caracteriza) su secreto para ser una estatua griega en la era de las cremas anti-arrugas. Spoiler: no es magia, es puro rencor.
Érase una vez, en un reino muy, muy cercano llamado "La Realidad que Todos Ignoramos", una plaga se extendía por la tierra. No era una plaga de ranas o de pestilencia, no. Era algo mucho más insidioso: el Síndrome del Pescado Descongelado.
La gente, al cumplir cierta edad, empezaba a aceptar con una sonrisa resignada que su cuerpo se estaba convirtiendo en una versión blanda y desdibujada de lo que fue. Se encogían, se encorvaban y sus brazos, antaño fuertes para abrir tarros de pepinillos, ahora se rendían ante un tapón de rosca. Era el curso natural de las cosas, decían. "Qué se le va a hacer", suspiraban.
Pero en las sombras de este reino de conformismo, había un hombre. Un hombre de 73 soles cumplidos que, al parecer, había encontrado la forma de sobornar al cronómetro celestial. Un hombre que, con la modestia de un pavo real en un concurso de belleza, declaraba: "Tengo la misma masa muscular que a los 18 años. Y no, no tomo batidos mágicos ni me inyecto jugo de toro enfadado".
¿Cómo lo lograba, te preguntarás? ¿Era acaso un alquimista? ¿Un mutante? ¿Había vendido su alma a cambio de unos gemelos envidiable?
No, querido público. Su secreto era más aterrador y simple que eso. Era la constancia, esa criatura aburrida y mitológica que todos conocemos pero en la que nadie quiere creer.
Imaginen la escena:
Nuestro Héroe, vamos a llamarlo Héctor el Hostil, se arrastra de la cama cada mañana. No cantan los pajarillos. Lo que suena es el crujido de sus rodillas, que toca una sinfonía de protesta en Re menor.
"¡Al gimnasio!", gruñe a su reflejo en el espejo, un tipo arrugado que le devuelve una mirada de profundo desprecio.
Mientras tú y yo consideramos un éxito subir las escaleras sin resollar, Héctor está ahí, en su santuario de hierros y sudor, desafiando a la física.
Las pesas no se levantan solas: Él las mira fijamente, desafiante. "Tú no eres más que un montón de metal oxidado", susurra a la barra. La barra, por supuesto, no contesta, pero su peso es su desdén. Y Héctor, con un resoplido que huele a café y a pura obstinación, la alza. No por salud. Lo hace por rencor puro. Rencor contra la gravedad, contra el paso del tiempo, contra el joven imbécil que fue a los 18 y que no sabía la suerte que tenía.
La dieta no es de revista: No vive a base de polvos de proteína con sabor a tiza y pechuga de pollo hervida. Come normal, pero con la disciplina mental de un monje shaolin. Rechaza la segunda galleta no por virtud, sino porque escucha la risa burlona del tiempo en su cabeza. "No caeré en tu trampa azucarada, viejo enemigo", piensa, mientras mastica una zanahoria con la ferocidad de un lobo.
Su filosofía es simple, y la expresa con la delicadeza de una piedra en un cristal: "El cuerpo no es un templo. Es un coche de alquiler. Y yo me niego a devolverlo con los abolladuras y los asientos manchados de helado que tú, querido contemporáneo perezoso, sí aceptas."
¿El resultado? A sus 73 años, Héctor no es solo un hombre. Es un monumento a la terquedad. Es la prueba viviente de que se puede negociar con el tiempo, pero la moneda de cambio no es dinero, es sudor y orgullo.
Así que la próxima vez que te quejes de que se te pierden las llaves o de que te duele la espalda, recuerda a Héctor. En algún lugar, hay un anciano que puede levantar más que tu yo de 25 años, no porque sea un superhumano, sino porque, sencillamente, nunca se rindió.
Y ahora, si me disculpas, este narrador necesita un ibuprofeno solo de escribirlo.
Fin.
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